martes, 23 de marzo de 2004

XVI

El oscuro sótano despedía un hedor mezcla de humedad, podredumbre y cueros ajados. En algún lugar se oía el repiqueteo de unas tercas gotas rompiendo contra el frío suelo de losas, el mismo donde una figura entumecida y encogida sobre si misma yacía aparentemente sin vida. Cuanto tiempo llevaba allí y como había despertado en aquel agujero eran preguntas a las que no encontraba respuesta. Poco a poco consiguió mover algún músculo y se dio cuenta de que tenía la cara manchada de algo. Se pasó la lengua por la comisura de los labios y horrorizado comprobó que era sangre.

En ese momento se abrió una puerta y la luz de un candil se esparció ahuyentando a las sombras. Dos voces, una grave y honda y la otra extrañamente átona se mezclaron por encima de su cabeza. Hablaban de él, no sabían aun si estaba despierto. Quizás le convendría hacerse el muerto, igual así...

Un impacto bestial en la base de su cráneo le obligó a soltar un alarido de dolor.

- Como puedes ver no está tan muerto como nos quiere hacer ver - dijo la voz grave mientras agarraba por los hombros al malherido hombre y lo acercaba a una silla. - el problema es que estos extranjeros se quieren hacer los espabilaos y uno ya ha vivido seis vidas antes de esta - rió el tosco hombre mientras le examinaba las heridas a la luz del grasiento candil. Cuando acabó hizo una seña afirmativa al otro hombre, que se había mantenido en un segundo plano.

- Gracias Garcés - dijo la voz átona mientras se aproximaba a la luz. - Bueno, bueno, bueno... ¿y a qué debemos el honor de que nos visite en nuestra santa España, monsieur? - la voz átona se difuminaba en la mente del herido mientras una faz, enterrada bajo recuerdos más agradables pugnaba por salir a la superficie. Aun así, no habló ninguna palabra. Detrás de él sentía la inmensa mole de Garcés moverse inquieta.

- No parece que te entienda, Martín. O quizá quiere que pensemos que no sabe hablar castellano. - dijo Garcés mientras le arreaba un calpizón al gabacho. Frenó un segundo viaje al ver la cara adusta del de Azogue. No quería enojar a uno de los mejores espadas de Aragón. Martín siguió como si nada hubiese pasado.

- Je sais que vous parlez parfaitment l´espagnol - dijo mirando fijamente a los ojos del aterrorizado sujeto. La treta había dado resultado, pues este había mudado su expresión y ahora parecía que comenzaba a comprender.

Esa voz, átona, que cada vez le era más familiar, y las imágenes de otros tiempos, imágenes de horrores, de compatriotas degollados sólo por tener otra creencia, por no seguir los dictados de la Santa Madre Iglesia se iban agolpando en su mente.

- No, no, vos... - acertó a balbucear.

- Monseigneur ne será pas content quand je lui dirais que vous vouliez me tuer - continuó el aragonés, las caras cada vez más próximas, mientras una sonrisa torva se dibujaba en el rostro del de Azogue. Esa sonrisa, la misma que se dibujara años atrás en La Rochelle. El francés tragó saliva. Ahora no tenía dudas, ya sabía frente a quien estaba. Y no podía más que rezar. Intentó una estratagema par ganar tiempo.

- Pero vos sabéis que nunca atentaría contra vuestra vida, ni yo ni aquel a quien sirvo. - al ver el silencio en el rostro del de Azogue, el francés se envalentonó un poco - ¿es qué ya no recordáis que una vez servimos al mismo señor? - se permitió una breve sonrisa, que se le heló en la cara cuando el frío acero de una daga le acarició el gaznate.

- El señor Garcés es un hombre de acción, y no entiende tanta palabrería. El piensa que estoy perdiendo el tiempo con vos - habló Martín mientras Garcés paseaba el dorso de su daga por la barbilla del aterrorizado francés. - pero yo aun confío en que llegaremos a entendernos, ¿verdad Bertrand? - al decir su nombre Azogue suavizó el gesto.

- Don Martín, en Francia pensábamos que habíais pasado a las Indias. Si hubiésemos sabido de vuestra estancia en Madrid quizá... - Bertrand no pudo acabar su frase porque sintió un leve corte cerca de su oreja izquierda, seguido de un dolor inimaginable cuando Garcés tiró del lóbulo que acababa de cortar. Un chorro de sangre manó de la herida mientras el feroz personaje jugaba despreocupado con el cacho de oreja. Al momento, abstraido, lo lanzó al fondo de la sala, donde un murmullo de rápidos pasos indicó que ya era pasto de las ratas.

Martín se acercó aun más al francés, que yacía con el rostro desencajado de dolor. Arrimando sus labios a la oreja sana, le dijo en un susurro.

- Laissez des histoires et parlez d´une fois.- el tono átono del Carnicero de La Rochelle le invitaba a dejarse de mañas. Bertrand comenzó a relatar desde cuando estaba en Madrid, su relación con Bocanegra, y lo más importante, en que grado estaba involucrada la Garduña y el Cardenal Francés. El odio de Richelieur por Olivares y los Austrias, el afán de colocar a algun delfín Borbónico en el trono hispano y así poder controlar los destinos de los dos grandes colosos europeos le había llevado a diseñar una red de maleantes que sembrara el descontento entre los nobles y el pueblo llano español. Y Bocanegra con su afán inquisitorial le había servido perfectamente, convenientemente guiado por su secretario de confianza, Bertrand d'Aloirs.

Y allí, en un oscuro sótano de quien sabe que lóbrega casa madrileña Bertrand d'Aloirs esperaba que lo que le había contado a Martín de Azogue, el otrora Capitán de la Guardia Personal del Cardenal en las guerras de Religión francesas, conocido en Paris por el mal nombre del Carnicero de La Rochelle, le sirviera para alargar un poco más su tiempo entre los vivos.

El aragonés sonrió mientras comenzaba a acercarse a la salida del sótano. Al llegar al quicio de la puerta, se giró y le dijo:

- Très bien, ainsi me plais, que vous collaborez.

Bertrand suspiró mientras reunía valor para formular la siguiente pregunta.

- ¿Qué vas a hacer ahora? No puedo volver con Fray Emilo, mi pellejo no valdrá nada en cuanto salga de acá. Si no puedo llegar a Francia soy hombre muerto-

Martín volvió sobre sus pasos. Se mesó el mostacho mientras pensaba en las últimas palabras que había dicho el francés. Miró a Bertrand con una sonrisa mezcla de cansancio y compasión, sonrisa que heló la sangre del francés, porque era la misma que tantas veces le viera frente a un calvinista en su patria. Súbitamente el aragonés sacó a relucir su daga y de un limpio tajo cortó el cuello del secretario del Cardenal. Garcés soltó la presión de sus zarpas y el cuerpo del francés cayo al suelo. El señor Garcés soltó una carcajada y mientras escupía en el charco de sangre que manaba del corte dijo

- Qu´il repose en paix.




Al día siguiente en las gradas de San Felipe no se hablaba más que del último crimen cometido en la Corte. Ni más ni menos que un fraile francés, o mejor dicho, la cabeza de este, había aparecido empalada en la verja de la casa del embajador francés.

Arbante miraba fríamente primero al napolitano, después al aragonés. Este asunto se estaba saliendo de madre. Al fin Martín sonrió y les dijo,

- Puede que estemos más cerca de nuestro fin de lo que pensamos -

- Seguramente - responde distraída Arbante, que ahora mira al frente con el semblante serio, la diestra apoyada en el pomo de su espada. La noche no ha sido buena, y se nota en su cara. Parece que su mirada vaga perdida. Pero está fija en dos embozados situados en frente de San Felipe. Viejos conocidos que no han dejado de mirar a los amigos.

- ¿Dónde está nuestro poeta? - pregunta Boromiro.

- En palacio, al seguro - responde.

La mañana anterior, Arbante se despidió del poeta, dejándole en compañía del conde de Vistalegre, viejo conocido de ella que mira con malos ojos cada vez que se ven en recuerdo de cierta cicatriz que, por encargo le hizo tiempo atrás. Requerían la presencia del poeta en Palacio, parecía que la buena estrella de Quevedo volvía a brillar.

La tarde no había sido mejor en encuentros, al regresar a la Posada del Dragón, halló esperándola a su hermano, acompañado de un par de hombres de su servicio.

La garduña no había tardado en tocar su punto débil, y allí, se hallaba su hermano, reprochándole que no hubiera pensado en la familia antes de meterse a manejar la espada. Preguntole que por que no había escogido el camino del convento, como hubiera debido hacer, o por que no había dejado las armas cuando volvió de Flandes. Nunca quiso entender que no había hecho si no obedecer a su padre.

Ingresar en un convento, llenos como estaban en la época del cuarto Felipe de novicias sin vocación obligadas por cuestiones de honor o por simple ignorancia a abrazar un camino que no era el deseado, ella, que sólo reconocía a Dios para blasfemar en buen castellano. Siendo muy niña se había dado cuenta de que Dios y ella no se iban a llevar muy bien. Y lo cierto es que nunca se habían llevado. Ya arreglaría sus cuentas con el diablo cuando tocara.

La otra opción que tenía, si hubiera dejado las armas, era la de convertirse en puta y después de haber visto la vida que llevaban las que en Flandes se hallaban siguiendo a los soldados, no era cuestión de ponerse a considerarlo.

Hubo agrias palabras entre los hermanos, aquel le recordó quien era y ella le recordó lo que le debía. Palabras que subieron de tono y acabaron con uno de los sirvientes dejándose acuchillar muy lindamente por querer ayudar a su señor, intentando mandarla, antes de tiempo, al infierno. Despidieronse los hermanos con promesa de espada si volvían a verse alguna vez.

El vino corrió esa noche, larga y amarga. Demasiado larga y demasiado amarga.

- Será mejor que nos vayamos, este no es un buen sitio para hablar - dijo sin apartar la vista de los jaques

Bajando de las gradas de San Felipe se dirigieron hacia la calle de la Paz. Los jaques siguieron con la mirada y después con el acto la acción de los amigos.

La vista de Arbante no deja de seguir a los jaques. Y al doblar la esquina de la calle suelta el fiador de su capa y retirándosela de los hombros la enrolla en la mano diestra mientras con la zurda desenvaina la espada. Antes de que los compañeros se hayan dado cuenta de que pasa, lanza la capa sobre el jaque que tiene a su derecha y atraviesa limpiamente el cuello del de la izquierda que no ha podido reaccionar.

Atónitos los dos hombres contemplan como la mujer, sin mediar palabra ha sacado su acero y lo maneja muy a gusto del diablo. Sienten el impulso de actuar, pero se contienen, pues saben que algo se puede escapar.

El rufián ya desembarazado de la capa saca espada y daga e intenta herir de costado, pero ella, preparada, mantiene en la zurda la espada y aparece en su diestra la daga. No es muy normal vérselas con un espada zurdo,y ella lo es. Y eso le da ventaja. Para una estocada con la vizcaína y después mueve la espada hiriendo en el muslo al adversario. Aúlla este de dolor, pero se rehace. Es gente del oficio, se nota, no va a perder la vida de balde y, si puede, no irá solo acompañado de su amigo al infierno. Traba con su espada la de Arbante y, moviendo la mano de la daga corta el brazo derecho de ella. Pero eso ha sido un error, pues mientras movía la mano ha soltado su espada y muy lindamente le clava dos palmos en el pecho que lo envían sin posibilidad de confesión a rendir cuentas junto a su amigo.

Antes de que lleguen los corchetes, recoge metódica y fría su capa. Sin hacer caso de su brazo que ha empezado a sangrar, pasa al lado de los amigos y les hace una seña para que la sigan: es el momento de largarse de allí.

No hablan durante el camino, saben que no es el momento. Llegan a la Posada del Dragón. Se despojan de capa y chapeo y de sus armas, se sientan en una mesa y pide vino al posadero. Este deja sobre la mesa una jarra y tres pocillos de muy malas maneras. Va a decir algo, pero se encuentra con los ojos fríos de la mujer y contempla la herida del brazo y no dice nada.

- ¿Quiénes eran? - pregunta Azogue después de servir el vino.

- Alguien que estaba donde no debía cuando no debía - le responde Arbante, mientras saca un trozo de lienzo para vendar su brazo.

- ¿Tenías que hacerlo? - vuelve a preguntar.

- No habéis salido tan mal parados.

- ¿Qué quieres decir? - preguntan ambos con sorpresa.

- Que eran ellos o vosotros. ¿Creéis que soy tonta y no me he dado cuenta de vuestras heridas? - ambos la miraron extrañados - Sólo peleando entre vosotros pudisteis hacéroslas. Habéis vuelto a pelear por lo mismo, otra vez. Martín - dijo volviéndose a éste- sabes que te quiero como ha un padre, pero no lo eres. En cuanto a ti, Giusseppe, - dijo mirando a Boromiro - compartes mi cama, pero no has sido el primero y nunca creí, ni nunca esperé que fueras el último. Sois mis amigos, sabéis que daría mi vida por vosotros, pero mis decisiones las tomo yo. La próxima vez, no habrá sustitutos - dijo sin mirarlos en algo que pareció más un latigazo que una voz.

Azogue mira a la mujer. Demasiado conoce esas reacciones, demasiado parecidas a su propio caracter, demasiado iguales los dos amigos. Sin embargo, sabía que tenía razón. No tenían derecho a decidir por ella.

Boromiro contempla el vino, demasiada amenaza para no tenerla en cuenta, sabe que es real y que si antes se han librado de las estocadas es solo por el afecto y la amistad que los une. Nunca creyó que ella fuera capaz de decirlo en voz alta. Lo sabía pero no creía que fuera capaz. Iba a decir algo, pero en ese momento, los corchetes con el alguacil Saldaña a la cabeza entraron en la posada y se dirigieron a ellos:

- Fácil me lo ponéis, Arbante - dijo.

- Es que sabemos de la clase de vuestros actos, señor alguacil - responde con sorna el aludido.

- Tengo orden de llevaros a ver a alguien, a los tres, pero no descuidéis, la vida da muchas vueltas y tiempo habrá de haceros tragar vuestras palabras - replicó.

- ¿Y si no queremos ir? - pregunta.

- Ese alguien me dijo que os mostrara esto, por si acaso - dijo sacando de debajo del coleto una aplastada flor de azalea.

Arbante la miró, después miró a sus compañeros, el final estaba cerca, el valido quería verlos.

- Os acompañaremos - dijo levantándose y requiriendo capa y chapeo.

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