martes, 20 de abril de 2010

XXII

David termina de un solo trago el vino que queda en su pocillo. En silencio rellena el jarro que vuelve a vaciar de un trago. Ambos hombres le miran, esperando la reacción que pueda tener. Mucho ha cambiado David desde que dejaran las costas de Valencia, y lo que antes hubiera sido un estallido por su parte, ahora no sabían que iba a ser.

- Haz lo que te plazca Giusseppe. Martín y yo siempre hemos sido tus amigos. Te hemos respaldado en todo lo que has hecho, nos hemos jugado la vida por ti y a tu lado en muchas batallas y muchas ocasiones. Creo que nuestra amistad y lealtad te han quedado probadas y no es necesario pregonarlas ahora. Sabes muy bien lo que siento por ti. Pero... en este momento no piensas en nosotros. No estoy diciendo - dijo levantando una mano viendo que el italiano iba a saltar, la mano apoyada en la cazoleta presto a luchar - que no debas acabar con todos ellos. En ese aspecto te entiendo perfectamente, te apoyo y, como ha dicho Martín, entraría en el palazzo de los Colonna a sangre y fuego a tu lado. Pero no ahora, estoy contigo en que maldito lo que me importa a mi nuestro rey. Si no fuera por su.... no sería yo ahora lo que soy. Ni tendría que abandonar el país que me vio nacer para no regresar jamás. Probablemente mi padre aún estaría vivo. Probablemente Martín también tuviera a su familia, y regentaría su señorío con ellos y tú estarías sin duda, en el tuyo. Pero no ha sido así, esto es lo que nos ha tocado y hemos de cargar con ello puesto que la única salida es morir, y yo al menos todavía no tengo ganas de saludar al diablo. Sin embargo, tú has decidido que nada de esto importa ante tu venganza. Sea pues, haz lo que te plazca. Estoy cansado y no voy a discutir. Hay otras formas de hacerlo y con nuestra ayuda sólo demoraríamos dos días en liquidarle y seguir camino, pues nuestro destino es y está en París. Pero, has decidido. ¡Salgamos Martín! Si cambias y decides que merece la pena seguir a nuestro lado, durante dos horas estaremos fuera de la puerta del mercado esperando con los caballos. Si no, fue un placer luchar a tu lado - dijo mientras se levantaba y dirigía sus pasos hacia la salida.

Martín fue tras ella, dejando al napolitano mirando el pocillo de vino que tenía entre sus manos. En la puerta de la taberna David se volvió a su camarada:

- En este momento no soy la mejor compañía, dentro de una hora me reuniré contigo en la hacienda - dijo mirándole.
- ¿Qué vas a hacer? - preguntó preocupado el aragonés.
- No quieras saberlo, amigo - respondió dando media vuelta.

"¡Sangre de Cristo! - blasfema en buen castellano el de Azogue - las dos cabezas más testarudas de todos los Tercios tuvieron que tocarme a mi" Piensa mientras dirige sus pasos hacia el lugar dónde encontrará los caballos que busca.

Mientras David de Arbante ha dado un rodeo dirigiéndose al fuerte de San Nicolás donde habitan los Colonna cuando están en el sur de Francia. Conoce muy bien el lugar. Sus compañeros no lo saben, pero realizó alguna incursión en aquella zona para hacer algún que otro trabajo al de Olivares. Los recuerdos se agolpan en su memoria y entre ellos, una puerta oculta tras un seto que da paso al mismísimo corazón de las habitaciones principales del fuerte. Comprobó que, efectivamente el seto y la puerta seguían en el mismo sitio. Después siguió camino hacia la parte delantera, dónde unos guardias armados le impidieron el paso.

- ¡Largo di quí! ¡Non è possibilie entrare! - gritaron.
- Mi scusi, mi chiedevo se il vostro master uomini necessari - en ese momento agradeció las interminables parlas del italiano y el tiempo pasado en el Mediterraneo.
- Se accurato Fabriccio Colonna uomini, cercano nel loro paese. Non fidarti de un mercenario - rieron.
- Mi scusi - dijo dando media vuelta.

Así que Fabriccio Colonna se hallaba en Francia. No volvería a ver sus tierras italianas. Dirigió sus pasos al encuentro con Martín.

- Me estabas preocupando - dijo al verla señalándole uno de los caballos.
- Perdona, necesitaba estar sola - respondió.
- Sabes que no va a venir - volvió a decir.
- Espero que nos equivoquemos, si no decide venir con nosotros no volveremos a verlo - respondió.
- ¿Por qué estás tan segura? - preguntó extrañado. - ¿No resultará que tú eres tan supersticiosa como él?
- ¡No jodas, Martín! - resopló - Sabes muy bien que no creo en esas cosas, pero si hay algo que tengo claro es que moriremos juntos en París. Si ahora no viene, no volveremos a reunirnos, no tendremos tiempo.

Una negra figura se asomó a la puerta. Ocupaba toda la entrada proyectando una negra sombra. David echó la mano diestra hacia la daga mientras miraba a Martín que hacia lo propio a su espada.

- ¿A que otras formas te referías? - el inconfundible vozarrón del napolitano llegó hasta ellos.
- ¿Sabes acaso a que Colonna quieres matar? - preguntó David a su vez. - Monta, nos vamos.

Giusseppe Boromiro miró a los dos amigos y se dirigió al caballo que David le señalaba. Montó a la vez que sus amigos. Martín galopaba delante, el camino pasaba por un pequeño bosquecillo. Pararon en él.

- Explicate - demandó Boromiro.
- Me alegro de que hayas entrado en razón - dijo Martín.
- Dijiste que había otras formas - la voz de Boromiro se elevaba por momentos.
- Sí y en las dos nos necesitas a nosotros. Tú no sabes quien es el Colonna, yo sí. En la parte trasera del fuerte hay un seto, al final de él hay un camino que lleva a un pequeño bosque. En él nos esperará Martín con los caballos para irnos.
- Y las dos formas son... - preguntó Martín.
- El seto de la parte trasera oculta una puerta que lleva al mismísimo corazón del fuerte, a los aposentos principales, los que sin duda ocupará el Colonna. Yo conozco el camino, y te llevaré...
- ¿Conoce el camino? - preguntaron ambos.
- Sí, lo he recorrido alguna vez, por trabajo - respondió.
- ¿Y la otra? - preguntó Giusseppe.
- Fabriccio Colonna tiene fama de mujeriego. Fama que podríamos aprovechar - respondió.
- Pero, ¿en que barragana confiaríamos aquí para ....? - Martín calló al mirar a los ojos a David. Su cara volteó después hacia Giusseppe - ¡No es posible llevarla a cabo! - gritaron al unísono.
- Tu decides, Giusseppe. Para ambas me necesitas - replicó mirándole.

jueves, 28 de enero de 2010

XXI


Siguiendo las indicaciones del capitán pirata los tres amigos se dirigen a una humilde fonda cercana a la lonja, en el puerto. Una vez instalados, tras despachar rápidamente una cena breve y fría, David de Arbante repasa el plan para los próximos días.

- Ahora, rumbo al norte siguiendo el Ródano. De aquí a Arles, de ahí al Avignon de los Papas...

- Te vas a hartar de curas, Giuseppe - interrumpe con sorna Martín -.

- ... y de Avignon a Lyon. Desde ahí Dios dirá, ya veremos como nos va en el camino. Se supone que nadie sabe que estamos aquí, no deberíamos tener problemas como mínimo hasta llegar a Lyon.

El napolitano guarda silencio y lanza una mirada funesta al aragonés. Como buen meridional es supersticioso como una vieja dueña, y desde que ha pisado Marsella le persigue un mal presentimiento. Huele en el aire vientos de cambio, y duda que sean para bien. Toma su jarra y se hunde en ella.

- No bebas de esa forma - continúa Dunia -, te necesitaremos fresco mañana.

- ¿Para qué? ¿Para comprar caballos? Martin tiene suficiente francés como para poder hacerlo - sigue bebiendo. Se pasa el brazo por la incipiente barba limpiándose el vino derramado -. De hecho mejor que el mío, a mi se me nota algo de acento. Maldita lengua, maldito país... Va a pasar algo, creedme. Y sabe Dios si será algo bueno.

- Entonces preocúpate mañana. Si ocurre algo, como dices...

- ¿Me he equivocado alguna vez?

- Si ocurre algo, te digo, mejor que estés en condiciones de enfrentarlo. Y, sí, te has equivocado alguna vez. Varias veces, de hecho.

- No es cierto, recue...

- Basta, Giuseppe, no soporto esas cuentas de vieja. Disculpadme, pero yo prefiero estar fresco mañana. Hasta mañana, caballeros.

David se retira a su habitación, dejando a los dos amigos en la mesa.

- ¿Qué mosca le ha picado?

- No le gustan tus supersticiones, Giusseppe.

- No son supersticiones. Bien sabes...

- Precisamente, redios. Porque demasiado bien sé. ¿Cómo crees que le sienta a Dunia que le hables de tu muerte? ¿Cómo crees que me sienta a mí?

- Fueron tres ancianas, en tres épocas distintas en tres países distintos. No conoceré a mis hijos, no veré canas en mi cabello y moriré en la plenitud de mis fuerzas. Ya tengo treinta años, Martín. O estoy muy próximo a tenerlos. No puede quedarme mucho tiempo...

- Por Dios, Giusseppe...

- Déjame solo, Martín.

Cabeceando, el de Azogue deja a su compañero con la única compañía de la ya casi vencida damajuana. Se retira a su habitación trazando, como suele, un plan para enfrentar el nuevo día. Deja tras de si la voz del italiano pidiendo más vino.


* * *

Los tres amigos se reúnen para un desayuno rápido antes de abandonar la posada. De tiempos pasados, violentos, Martín recuerda dónde encontrar a quien podrá conseguirles algunos caballos sin hacer demasiadas preguntas, si cruzan por la puerta del mercado a menos de media hora de la ciudad encontrarán una hacienda cuyo dueño no es amigo de reyes ni cardenales. Al pasar por la plaza Nueva, Giusseppe se detiene y se da la vuelta de golpe, haciendo girar a sus compañeros. Ha visto tres carruajes al otro lado de la plaza, custodiados por un numeroso grupo de lansquenetes. En los gallardetes de los lanceros, en las portezuelas de los carruajes, el escudo rojo con la torre coronada que marcaron el fin de su infancia. El escudo de armas de la poderosa familia Colonna.

- ¡Que diablos...!

- Voto a Cristo, Giusseppe, ¿que...?

- Silencio los dos - les chista el italiano -, no llaméis la atención. Al otro lado de la plaza hay al menos un Colonna. Os dije que algo iba a pasar...

- Aquí no va a pasar nada salvo que vamos a rodear la plaza Nueva. No te reconocerán, Giusseppe...

- No se trata de que me puedan reconocer ahora. Se trata de que no me puedan reconocer en el futuro - responde, lobuna la sonrisa -. Pronto habrá un Colonna menos en el mundo. Y una viuda más en Roma...

- Por Dios, harás que nos prendan a todos - interrumpe el aragonés, siempre práctico -. Llamamos la atención aquí discutiendo. Entremos en esa taberna.

Entran en la fonda, rogando que ninguno de los soldados Colonna se haya fijado en ellos. Piden vino y algo de queso, se sacuden un polvo imaginario, simulando haber llegado a la ciudad.

- Estás loco, italiano - comienza Martín -. Olvida a los Colonna. Nunca volverás a Biancatorre, lo has dicho mil veces. Nada sacará de tus tierras a los Colonna, por muchos nobles que mates... Dios del cielo... ¿cuántos has matado?

El italiano se recuesta sobre su silla, sonríe satisfecho, con la sonrisa del cazador que sabe cercana a su presa.

- Cinco de primera linea. Este será el sexto. Tranquilo, nada saben, nada sospechan.

- ¿Cinco? ¿Y crees que no sospechan nada? ¿Has visto cuántos soldados hay en la plaza? Has perdido el juicio, definitivamente.

- "Il martello di Colonna", así me llaman, como si fuera un hombre del saco inventado para asustar a los cachorros Colonna. Creen que soy un asesino pagado por los Orsini. La última vez que oí hablar del tal "martello" fue a unos guardias Colonna, cerca de Valtelina. No tienen la más mínima idea. Podría ser un demonio conjurado por los Orsini para librarse de los Colonna. O el último de los hassassin del Viejo de la Montaña, contratado a precio de oro para enviar al infierno a esa maldita familia. Nadie sospecha mi existencia, Martin, recuerda que me dieron por muerto en su día. Y esa maldita familia ha robado tanto que ni recuerdan que Biancatorre tuvo otro amo que no fueran ellos. Estoy muerto, Martín. Muerto.

- Recuerda que estamos en misión real...

- ¿Real? Fue tu tercer Felipe el que desoyó la llamada de mi madre. Fue en su nombre en el que mi padre defendía su costa. No le debo nada a tus reyes.

Martín resopla. Sabe de la obstinación del italiano y que ante la única obsesión que tiene en la vida no va a poder torcer su voluntad.

- Este es el rey que nos ha tocado, Giusseppe, y no hay otro. Aprecio el valor de la venganza, pero la tuya no tiene sentido, no tiene objetivo alguno. Necesitarías de un pequeño ejército para recuperar Biancatorre... o del favor real. Para recuperar Biancatorre entraría contigo en el mismísimo palazzo Colonna a sangre y fuego. Pero no mato por matar.

- No necesito de vuestra ayuda. Sin ofensa. Burlaré los guardias, me haré cargo del futuro muerto y os alcanzaré antes de que lleguéis a Lyon. Acabaré antes que...

- Acabarás en el castillo de If, italiano. Y seremos nosotros los que tengamos que entrar a buscarte - le interrumpe el aragonés -. Dos semanas. Tienes dos semanas para alcanzarnos en Lyon. Búscanos en la fonda del Buen Consejo o en la taberna del Alsaciano, recuérdalo. Ni un día más, Giusseppe, ya estoy alargando demasiado el tiempo.

- Dos semanas. Solo déjame los tres mejores caballos. Y en dos semanas nos volveremos a encontrar en Lyon. En la fonda del Buen Consejo o en la taberna del Alsaciano, lo tengo.

- ¿Y tú? - se gira Martin al silencioso David - Muy callado estás, viendor tanta necedad. ¿No piensas decir nada?

jueves, 24 de septiembre de 2009

XX

Gregal. Bon vent i barca nova, suelen decir los marinos del Reyno a los que, como ellos, se aventuran en la mar sin un atisbo de esperanza en el regreso. Y soplaba gregal, que los impulsaba ráudos a su destino. Día y medio hacía que partieran desde València, ciudad madre y madrastra que tanto le diera y más le arrebatara. Otros tiempos, tiempos mejores, sin duda.

- Vaya Don Martín, se diría que habéis pasado toda la vida sobre maderos. – la voz raspada y dura de Enrique Guzmán, capitán de “La Intrépida” vuela sobre el estrépito de órdenes, crujidos y chasquidos que su nave emite. Los trapos henchidos con el viento hacen que la galera sea prácticamente invencible y eso le da al vasco para esbozar una media sonrisa, sin alardes.

- Más de la que me hubiera gustado Maese Enrique – sonríe alegre el aragonés mientras pasa su vista sobre la borda de la magnífica nao. Algunas horas antes el semblante del de Azogue, como el de sus dos amigos, no era tan halagüeño, mientras plantados en cubierta y ajenos a todos los movimientos de la galera que milla a milla dejaba atrás la costa valenciana pensaban en el devenir y en si lograrían ver la luz de un nuevo sol. – En según qué naves con más fortuna que en otras, como podréis suponer.

Don Enrique Guzmán asiente grave mientras se mesa los bigotes - el tiempo que pasé bajo las órdenes de vuestro abuelo fueron los mejores, Don Martín. No hay nada como acometer en un esquife al cetáceo, nunca hay dos ocasiones iguales, y quien sale con bien de ello puede decir que es un hombre de verdad. – la expresión del viejo capitán parece ensoñar otros mares orlados de blanca espuma y brocados de altas olas.

El de Azogue sonríe mientras piensa en las vueltas que da la vida. Y las que puede dar, tal y como se preparan los acontecimientos…

Al poco de navegar por el Mediterráneo Boromiro se acercó por la sinuosa balaustrada del castillo de popa hasta donde Martín y Arbante se encontraban, oteando el horizonte, inquietos. Algo en la nao no les acababa de gustar y se mantenían tensos, en guardia.

- Vosotros también lo notáis, ¿verdad? – el acento inconfundible a la vez que irreconocible del italiano los sacó de su particular trance. Los otros asienten mudos mientras las miradas no cesan de volar de la cubierta a las bodegas.

- Demasiado fácil lo pinta el de Olivares – Martín rezonga mientras clava sus ojos grises en la mayor, henchida de buen viento.

- ¿Piensas en una celada en destino, Martín? – Dunia sabe que el instinto del aragonés es más certero que cualquier oráculo de la antigüedad.

- Esto es una cascarón que puede estar lleno de gusanos, y quién sabe si en realidad existe un primo en el Rosselló o por ventura el valido aprovecha el peligro de la mar para deshacerse de tres moscones molestos. – Boromiro sonríe torvo, divertido quizá mientras acaricia la cazoleta de su acero.

La conversación de los amigos se interrumpe brusca cuando Don Enrique Guzmán se acerca, indiferente, y sin detenerse con ellos masculla algo cerca del de Azogue:

- Apezak hobeto!.

Don Martín de Azogue y Galarraga sonríe de medio lado, el ceño fruncido mientras mirando a sus camaradas espeta:

- Zer moduz!

Horas más tarde, en el puente de la nao dos hombres conversan tras un vaso de buen vino blanco de Getaria. Historias de balleneros, de marejadas, tempestades y colosos, de cuando los hombres luchaban a brazo partido con la mar por su enorme tesoro. Cuentos y leyendas sobre fieros indios con mechones tiesos que capaces eran de echarse terraplén abajo antes de dejarse doblegar. Guzmán era tan sólo un grumete en el San Telmo cuando embarcara por primera vez bajo las órdenes de Juan Andrés Galarraga, el abuelo de Martín. Las historias se entrelazan mientras el sol sigue camino del ocaso. Al cabo, Martín sale del puente y se encamina hacia sus compañeros, que aguardan noticias.

- Razón tenéis Guisseppe, al pensar en gusanos. Pero tranquilo, no hay tantos como para preocuparnos. El capitán Guzmán me contó que tres días antes de nuestra llegada recibieron a bordo una docena y media de galeotes procedentes de las cárceles de la Inquisición. Aunque el cupo de remeros estaba completo, las órdenes fueron tajantes; los galeotes tienen que embarcar. La noche antes de hacernos a la mar alguien pagó muy bien al segundo para que hiciera la vista gorda a que ciertos galeotes llevaran las argollas algo más flojas que los demás. Lo que no contaban era con la lealtad de los hombres para con su capitán, y eso es algo que nos beneficia.

- ¿Podemos confiar en el vascón? – Dunia parece inquieta mientras escucha la historia y no ceja de lanzar torvas miradas hacia el puente, donde los marinos siguen el rumbo gracias a las primeras estrellas.

- Confías en mí, y eso debe bastarte – Martín no sonríe al decir esto - Los balleneros son un gremio muy cerrado, y saben reconocerse según ciertos secretos. Sin duda, el saludo de los Galarraga a mi me basta, y debería bastarte.

Arbante y Boromiro asienten sin mirarse. Pocas veces se dio que el de Azogue tomara decisiones en vano. Mientras, el aragonés prosigue - Esta noche, si a vuestras mercedes les place, sanearemos el cascarón aplicando brea y pez a los agujeros, y a los gusanos les echaremos azufre, para asfixiarlos. El contramaestre Arruabarrena tiene órdenes de contener a los demás galeotes. Y como ya os expliqué, si no nos damos maña en hacerlo puede que consigamos ver el sol mañana.

La limpieza fue más fácil de lo esperado, los hombres de Arruabarrena tenían separados del resto a los truhanes, que si bien sospechaban de la celada no pensaron en que los tres amigos les cayeran por sorpresa y así no lograron mostrar el acero. Reducidos en cubierta, poco tardaron en largar quienes eran los que pagaban su hazaña. La oscura fuerza eclesiástica seguía moviendo sus garras a la par que el de Olivares y ello les demostró que la misión era algo más que hacer de vulgar cartero. El plan finalizaba en cuanto hollaran las playas del Rosellón, ya que serían presos por la guardia del Cardenal, que permanecía alerta desde hacía varios días.

Entre el tumulto de voces y juramentos la imperiosa voz del capitán Guzmán se volvió a alzar, acallando el ruido hasta tornarlo en murmullo.

- Y ahora, ¿qué hacemos? Mal que me pese Don Martín, no puedo levantarme contra mi Señor el Rey. Debo llegar a Génova en el plazo estipulado.

- Deberíamos tomar caminos diferentes, y a fe que si estuviéramos en tierra volveríamos grupas deseando volver a encontrarnos en cualquier posada. Pero en medio de la mar, pocas salidas nos quedan. – se cruzan graves las miradas de ambos, mientras el de Arbante asiente lentamente.

- Si me permitis – la voz de Boromiro se eleva en medio de la conversación – quizá tengamos algo de suerte. De cierto me precio de conocer bastante bien las aguas de nuestro mar, ya que si bien no llegué a enfrentarme con los fabulosos cetáceos allá en la Terranova, bien he podido saborear otros triunfos a bordo de raudos bajeles. Y sé que cerca de estas costas, como vos conoceréis se encuentra la Columbreta, ¿Por ventura habéis estado en dicho enclave maese Guzmán?

- ¡Arrayua muchacho! – el vasco muda la color y sus facciones se endurecen. Quizá en una taberna a orillas del mar estaría cerca de darle un par de capirotazos tan sólo por insinuar aquello, pero allí todos estaban arrimando el hombro, aunque de extrañas maneras- Tan sólo se puede conocer la Columbreta de una forma, y nada honesta si me permitís decirlo. Y antes de que os ofusquéis e intentéis mostrarme cuán bien domináis el acero- el italiano calmó su primer nervio- os diré que si, sé donde se encuentran, y sin tener que desviarnos en demasía podemos alcanzarla antes de que amanezca. Pero no puedo arriesgar mi barco y mis hombres en un combate que ciertamente podría perder.

- No os puedo pedir que confiéis en mi capitán, pero sé que Don Martín si lo hará. – sonríe torvo el italiano mientras vuelve a reposar su mano enguantada en la cadera, no muy lejos del frío acero.

- Pide lo que necesites Giussepe. Yo respondo tanto de ti como de Arbante ante la tripulación. – el vasco acepta la garantía dada por Azogue. - Al amanecer entraremos en la Columbreta.

Ahora tan sólo necesito un espejo no muy grande. Y suerte, para que no amanezca nublado. – ríe el italiano mientras la noche cae sobre la galera.

La maniobra fue más sencilla de lo que pensaban. Tal y como Giuseppe esperaba, dentro de la caldera del antiguo volcán medio sumergido dos bajeles fondeaban esperando el momento de lanzarse sobre la costa valenciana. La isla, parte de un pequeño archipiélago volcánico no disponía de agua ni de víveres, por lo que nunca llegó a interesar a nadie más que a los berberiscos. El corso tenía esa base desde hacía mucho tiempo y Giuseppe lo sabía, aunque no dijera como. También recordaba el viejo lenguaje de destellos, que le valió el poder embarcar en uno de los barcos berberiscos.

Tras varias horas de espera con la Intrépida artillada y dispuesta, el italiano volvió a la galera. Sonreía, pícaro mientras les explicó a los otros el trato al que había llegado con los corsarios. Un bajel los acercaría hasta Francia y a cambio, una nadería, docena y media de esclavos de buena clase para los mercados africanos. Aun podía ver el brillo en los ojos del capitán kabilio cuando estrecharan la mano…

Cuando la galera se perdió en el horizonte, los tres compañeros respiraron levemente. El bajel berberisco llevaba otro rumbo, no muy diferente al cabo. Si Olivares quería que fueran a Francia, irían, no faltaba más.

Tras varios días de buena mar el bajel izó bandera y, dejando atrás la Isla de If, comenzó a embocaba el Vieux Port de la antigua Focea. Marsella les esperaba.

martes, 1 de septiembre de 2009

XIX

Valencia, en el grao ... al fondo una galera espera a los tres amigos. El viaje ha sido peligroso, como era de esperar, y ahora, la mar. La noche anterior la habían pasado en una vetusta alquería cercana a la playa, haciendo guardia por turno no se fían los amigos. Años de experiencia recomiendan no hacerlo. No han dormido, los tres saben que, aún no siendo su turno, los otros dos estuvieron con un ojo abierto y otro cerrado, disimulando, perdidos en sus propios pensamientos, en sus propios fantasmas, aventurando, tal vez, lo que podría suceder a partir del siguiente día.

Cuando comenzó a clarear el día, los tres se hallaban levantados y dispuestos a partir. Dirigen sus pasos, tras comer un bocado de lo que portaban, hacia el embarcadero dónde se hallaba fondeada la vela que los llevará a la galera que a unas millas aguarda. Van cargados los tres amigos, con los petates en los que guardan las pocas pertenencias que han deseado conservar y llevar con ellos. Saben que nunca volverán a pisar la tierra que los vio nacer, ninguno. Arbante y Azogue tienen vedada la vuelta a España, y Boromiro… Boromiro no volverá a su Nápoles natal. Francia, París, alguna calleja de alguna ciudad del país vecino, será sin duda, la que les verá entregar la vida. Sólo les queda un consuelo, están juntos. Juntos comenzaron esta aventura, y juntos sin duda la acabarán.

Todos han estado embarcados alguna vez, en alguna de las múltiples naves que han hecho el trayecto entre las costas holandesas y España retornando de alguna campaña en Flandes, y todos han navegado y luchado en alguno de los bajeles que surcan el mediterráneo. A la mente de Arbante vienen imágenes de combates entre dos galeras No es fácil sobrevivir a menos si una de ellas es turca y mandada por un renegado.

El panorama que ven mientras alcanzan la nave es desolador. Les aguarda una galera de unos 30 remos en cada borda, un palo trinquete y un mayor con las velas latinas recogidas a la espera de su llegada.

Saldrán antes de que termine de despuntar el sol, pues, a pesar de tenerlo planeado con antelación, los "leves" contratiempos sufridos durante el traslado por tierra, les han convencido que cuanto antes partan mejor. Claro que, de fijo, en pleno mar, tendrán batalla. Comprueban, que la galera está artillada con 6 piezas de 6 libras en la banda de proa y artillaba otras 6 piezas distribuidas en el resto.

Los 250 galeotes que se encuentran en sus bancadas tienen el aspecto deplorable que Arbante les recuerda, y completan la dotación otros 150 hombres, entre marinos y gente de guerra. No saben muy bien en que parte irían encuadrados ellos al subir a bordo, aunque es claro que su presencia será por tiempo muy limitado en la misma, en caso de lucha, serán parte de los que mandaran al diablo a turcos y berberiscos.
Desde el muelle abordan a un marinero:

- Marinero, ¿dónde está el Capitán? - pregunta Arbante, el marinero los pasa revista con la mirada antes de dignarse a contestar:
En el castillo de popa, pero anda de muy malas pulgas hoy, así que si vuesas mercedes no desean salir mal parados, no lo molesten mucho.
Gracias.

Suben los tres amigos por la pasarela a la nave y continúan hacia el castillo de popa. Allí les espera Enrique Guzmán, Capitán de la galera de su Majestad "la Intrépida", hombre curtido en el mar, un viejo marino, callado y seco.

- ¿Sois los enviados? - pregunta con marcado acento vascongado.

- Lo somos - responde Azogue.

- Acomodaos, si podeis - dijo señalando el bauprés de proa. Después comenzó a dar las ordenes para levar anclas.

lunes, 18 de mayo de 2009

XVIII

Saldaña, teniente de alguaciles en el Madrid del cuarto Felipe, acompaña a los tres amigos hasta una posta.

- Que os lleve el diablo, Arbante. Porque si el diablo no os lleva, os llevaré yo. Muy flamenco estáis, y el número de vuestros amigos se reduce - dice, mirando a los dos amigos que revisan las sillas de sus caballos -. Y, o mucho me equivoco, o más se va a reducir.

No contesta Arbante, su cabeza está hecha un torbellino. Los sucesos de las últimas semanas la trastornan, como a sus compañeros. Demasiado tiempo con la parca cerca. Y ahora, la flor de azalea. El conde-duque requiere de su presencia. Y nadie, ni el rey, se reúne con el válido y se va de rositas. Montan en silencio, y toman el camino de Vicálvaro para la carrera a Loeches.

- La puta que lo parió... Cinco leguas... Tengo el culo como una piedra.

- Te haces viejo, Martín. ¿Qué son cinco leguas comparadas con el camino español? Y con postas pagadas con el oro del válido. Que más hubieses querido en Flandes que tener...

- Callaos. Los dos.

Arbante hace callar a los dos amigos, refrenando su montura. Ante ellos se alzan las puertas del palacio del válido en Loeches. Unos criados los esperan, toman sus monturas y los conducen al interior del edificio. Con un gesto de la mano Gaspar de Guzman y Pimentel, verdadero señor de dos mundos, acalla toda presentación.

- Tan sutil como es habitual en vos, Martín.

- ¿Excelencia?

- El hecho de dejar una cabeza francesa en la puerta de la embajada. Sutil. Como un golpe bajo.

- Sí, excelencia - repone el aragonés, sorprendido por la velocidad de los informantes del válido.

- Bien, vayamos al grano, pues tenéis prisa.

Los tres amigos intercambian una mirada de inteligencia. Así que tenemos prisa.

- Después de los últimos... acontecimientos en la Villa me temo que el ambiente en Madrid no va a ser del agrado de vuesas mercedes. Estoy seguro de que estarán deseando cambiar de aires. Dejar Castilla, salir del país. Casualmente hay algo en lo que podrían ayudarme, algo que es de gran interés para mí. Incidentalmente para vuesas mercedes. Y para la monarquía, por supuesto.

Suspira cansado el italiano, se ve de nuevo recorriendo Europa camino de Flandes o el diablo sabe donde. Arbante eleva la vista al cielo, nada hay gratis cuando se ve al válido. Sonríe torcido Martín. Si el válido lo quiere fuera del país, solo hay un país donde es más que un peón en el inmenso juego de ajedrez que juega el ministro de Felipe IV.

- Quizá no hayáis perdido vuestra sutileza después de todo, don Martín - sonríe el válido -. Me agrada, me teníais preocupado.

- ¿A Francia, excelencia?

- A Francia.

Se encaran ambos hombres. Un hidalgo segundón, curtido en mil batallas, que ha visto pasar tres reyes y una multitud de ministros frente a un grande de España, hijo de un virrey, rey de facto de la monarquía católica y de las Indias.

- A Francia... Excelencia, los caminos del norte y de Aragón estarán vigilados, sabéis bien - calla Martín al ver la sonrisa burlona del válido. Suspira tan cansado como el italiano. Sin duda el válido ha podido adelantar más movimientos en esa partida de ajedrez que él. Pero él conoce Francia -... Sí, claro que sabéis bien. ¿Por dónde, excelencia?

- Por Valencia. Galeras del Rey - sonríe el ministro. Y añade socarrón -. Quién os iba a decir a estas alturas, amigos míos. Leventes del Rey Católico, a sus años.

Da dos palmadas el válido y un enjambre de servidores trae un refrigerio que solo devoran el válido, amigo de la buena mesa, y el italiano, siempre fácil de acomodar. Los otros dos amigos permanecen callados, esperando las instrucciones del conde-duque. Deberán partir de Valencia a Génova, pero la galera en la que viajen se desviará lo suficiente como para poder dejarlos con un esquife cerca de Perpiñán, donde el gobernador de la plaza es familiar de don Gaspar. De ahí subirán hasta Val-de-Grâce, donde la reina francesa, Ana de Austria, hermana de Felipe IV de España, se ha exiliado a sí misma, huyendo de la corte y sus intrigas. Deben transmitir un mensaje a la reina. Mensaje escrito que solo puede entregarse en mano y que debe ser destruido si cabe la posibilidad de que caiga en otras manos.

jueves, 16 de diciembre de 2004

XVII

La estancia volvía a estar en penumbra, sobre la mesa de madera maciza volvía a descansar una bandeja, esta vez con cuatro copas flanqueando la botella de Jerez de Málaga Pedro Ximenez que el valido gustaba recordar era traída expresamente para su disfrute.

Un criado los había conducido a la estancia y Don Gaspar les había hecho señas de que se sirvieran una copa. Italiano y aragonés no se movieron, quizá impresionados por hallarse en presencia del valido. David se acercó a la bandeja y se sirvió una generosa cantidad de licor. Cuando el criado hubo salido, Don Gaspar hizo señas a los amigos para que le siguieran. Con la cabeza, además hizo señas a David para que cogiera la bandeja.

Se dirigió a una de las paredes de la habitación y tocó uno de los cuadros. Inmediatamente se abrió un pequeño hueco que conducía a un pasadizo, por el cual hizo entrar a los tres y que cerró tras entrar él.

En completo silencio, con el asombro pintado en la cara de los dos hombres encabezó la marcha a través del pasillo, marcha que cerraba David con una media sonrisa pintada en su rostro. No era la primera vez que recorría aquel pasillo, el valido no quería que nadie oyera lo que deseaba decirles. Demasiados oídos indiscretos recorrían las estancias del palacio, que no todos los criados son de fiar y discretos.

Llegaron a una estancia, en la que el valido se vuelve y, para mayor asombro todavía de los dos hombres, sonrió. Ambos paseaban su mirada entre el Conde - Duque y Arbante y pudieron comprobar como su gesto encontró reflejo en la cara de esta que desplegó una amplia sonrisa. Dejó la bandeja sobre la mesa baja y sirvió otra copa que alargó al valido.

- ¿Sabes lo que te voy a decir, verdad? - Preguntó.
- Lo sé, Gaspar - respondió ella.
- Hace muchos años desde la última vez que me llamaste así - dijo este alzando su copa en un brindis.
- Demasiados, pero eran otros tiempos - replicó ella haciendo lo propio. Martín de Azogue y Giusseppe Boromiro miraban la escena con sendas copas en la mano sin atreverse casi a respirar ¿Cómo demonios tenía esa mujer la capacidad de tutear como a un viejo camarada a uno de los hombres más poderosos del mundo?
- Otros tiempos y otros reyes, sin duda.
- Cuidado, señor valido, ya sabes que puedes hacer chicharrón por eso.
- ¡Mira quien lo dice! ¿Sabes? Siempre he pensado que es una lástima que no seas en verdad un hombre - una risa franca, abierta, resonó en la estancia provenía de la garganta de Arbante.
- Sí, y yo siempre he pensado, que tú deberías haber sido mi padre - replicó vaciando la copa y sirviéndose una nueva - pero el diablo juega bien sus cartas y parece que le sirvo mejor así.
- Te has dado cuenta que esto es una despedida, ¿verdad? - afirmó mientras se sentaba.
- Sí, esta es la última vez que nos veremos, la próxima será muy probablemente en el infierno - sonrió.
- Señor de Azogue, Maese Boromiro, no os extrañéis de nuestra parla, mucho tiempo hace que David de Arbante y yo luchamos hombro con hombro, respirando pólvora, sudor y salitre en una galera en el Mediterráneo, que no solo de Flandes se nutre la hoja de servicios de un soldado.
- Sí, mucho tiempo ha pasado de eso. Gracias por el aviso, pues intuyo que eso es lo que quieres decirnos, ¿no?
- Gracias a ti a tus amigos, tengo unas cuantas cartas escondidas para usar contra mis enemigos, si las necesito. Sí en efecto, lo último que puedo hacer por vosotros es avisaros. Maese Azogue, saben que vuestra familia ya está en Francia y que ireis a uniros a ellos, saben también que vuestros amigos no os dejaran solo, así que piensan cazaros a los tres en cuanto salgais de Madrid. Os estarán esperando, cerca del valle del Lozolla, en el Paso del Guadarrama. Pagan muy bien vuestra cabeza.
- ¿Por qué será que no me sorprende? Bien, entonces creo que ha llegado el momento de marcharnos, gracias amigo por el aviso - dijo torciendo el gesto mientras dejaba la copa en la bandeja.
- Dunia, te diría que te cuidases, pero sé que lo harás. Como también sé que no hay vuelta atrás. Ha sido un orgullo conocer a tan brava mujer y contar con su amistad - dijo extendiendo su mano hacia ella.
- Ha sido un honor servir a tus ordenes y que pienses tal compensa muchas cosas, créeme - respondió recogiéndola - ¿Harás el favor de despedirnos de nuestro amigo poeta?
- Sabes que no me es muy apreciado, tu amigo poeta. Pero lo haré.
- Gracias de nuevo.
- Conoces la salida, ¿verdad?
- Sí, no hace falta que nos acompañes - dijo sonriendo.
- No vuelvas a tu casa, ninguno de vosotros volváis por donde solíais. Iros directamente - el tono era preocupado, o al menos así lo quisieron ver los dos hombres que no habían intervenido para nada en la conversación.
- No lo haremos. Ahora nos iremos, ya has corrido demasiados riesgos por nosotros. Que el diablo te guarde, amigo.
- Lo mismo te digo.

Arbante hizo señas a Boromiro y Azogue para que la siguieran, la entrevista había terminado y era hora de irse. Sabía exactamente donde iba y que tecla debía tocar para salir de aquella estancia por el lado opuesto al que habían entrado. Los guió con total seguridad a través de otro corredor. Era claro que conocía aquella casa muy bien, por que no era la primera vez que iba.

Dirigieron sus pasos hacia la cercana iglesia de San Ginés. Necesitaban acogerse a sagrado para decidir que harían y aunque iglesia, San Ginés no pertenecía a la orden de los dominicos y gustaba de rebatir el poder de Bocanegra. Nadie los estorbó ni los molestó, pues ya era noche cerrada cuando arribaron a la escalinata de entrada al templo.

- ¿Queréis dejar de mirarme así? No conocéis toda mi vida, como yo no conozco toda la vuestra. El Conde - duque es un amigo - dijo con gesto de malas pulgas.
- ¿Te das cuentas que gastas bromas con el que quizá sea el hombre más poderoso del mundo? - Preguntó Azogue.
- No, me doy cuenta de que gasto bromas con un viejo compañero de armas - dijo.
- Pues ya puedes empezar a contar como lo has logrado, por que yo todavía no salgo de mi asombro - rezongó Boromiro.
- ¡Está bien! ¡Sois más curiosos que un par de viejas cotillas! Cuando me convertí en David, comencé a luchar a las órdenes de Gaspar en una galera en el Mediterráneo. Una noche nos atacó un corsario Turco. No lo esperábamos y nos dieron lo que no está en los escritos, nos defendimos como pudimos. En cuanto los primeros corsarios pisaron la cubierta, se despojó de toda distinción y en mangas de camisa estuvo a mi lado luchando hombro con hombro. Su vida dependía de mí y mi vida dependía de él. Cuando acabado el combate vimos nuestra sangre mezclada en la cubierta de aquel maldito barco comprendimos que aquello suponía dejar atrás correcciones. Desde entonces somos buenos amigos, claro que nunca he gustado de tutear a su señoría salvo cuando estábamos solos. Ante el resto el era el capitán y yo un simple soldado. Después le ayude en varias cosas y bueno… vamos a lo importante. Debemos salir de Madrid, pero nos esperan, así que…..
- Bueno, con calma ¿Qué habéis decidido hacer vosotros dos?
- Yo no tengo nada que me retenga aquí, como bien me dijisteis en una ocasión así que Francia bien podría ser un bonito destino - dijo Boromiro encogiéndose de hombros.
- Después de la conversación con mi hermano - dijo Dunia - yo tampoco tengo nada que me retenga aquí. Creo que un cambio de aires no me vendrá mal.

martes, 23 de marzo de 2004

XVI

El oscuro sótano despedía un hedor mezcla de humedad, podredumbre y cueros ajados. En algún lugar se oía el repiqueteo de unas tercas gotas rompiendo contra el frío suelo de losas, el mismo donde una figura entumecida y encogida sobre si misma yacía aparentemente sin vida. Cuanto tiempo llevaba allí y como había despertado en aquel agujero eran preguntas a las que no encontraba respuesta. Poco a poco consiguió mover algún músculo y se dio cuenta de que tenía la cara manchada de algo. Se pasó la lengua por la comisura de los labios y horrorizado comprobó que era sangre.

En ese momento se abrió una puerta y la luz de un candil se esparció ahuyentando a las sombras. Dos voces, una grave y honda y la otra extrañamente átona se mezclaron por encima de su cabeza. Hablaban de él, no sabían aun si estaba despierto. Quizás le convendría hacerse el muerto, igual así...

Un impacto bestial en la base de su cráneo le obligó a soltar un alarido de dolor.

- Como puedes ver no está tan muerto como nos quiere hacer ver - dijo la voz grave mientras agarraba por los hombros al malherido hombre y lo acercaba a una silla. - el problema es que estos extranjeros se quieren hacer los espabilaos y uno ya ha vivido seis vidas antes de esta - rió el tosco hombre mientras le examinaba las heridas a la luz del grasiento candil. Cuando acabó hizo una seña afirmativa al otro hombre, que se había mantenido en un segundo plano.

- Gracias Garcés - dijo la voz átona mientras se aproximaba a la luz. - Bueno, bueno, bueno... ¿y a qué debemos el honor de que nos visite en nuestra santa España, monsieur? - la voz átona se difuminaba en la mente del herido mientras una faz, enterrada bajo recuerdos más agradables pugnaba por salir a la superficie. Aun así, no habló ninguna palabra. Detrás de él sentía la inmensa mole de Garcés moverse inquieta.

- No parece que te entienda, Martín. O quizá quiere que pensemos que no sabe hablar castellano. - dijo Garcés mientras le arreaba un calpizón al gabacho. Frenó un segundo viaje al ver la cara adusta del de Azogue. No quería enojar a uno de los mejores espadas de Aragón. Martín siguió como si nada hubiese pasado.

- Je sais que vous parlez parfaitment l´espagnol - dijo mirando fijamente a los ojos del aterrorizado sujeto. La treta había dado resultado, pues este había mudado su expresión y ahora parecía que comenzaba a comprender.

Esa voz, átona, que cada vez le era más familiar, y las imágenes de otros tiempos, imágenes de horrores, de compatriotas degollados sólo por tener otra creencia, por no seguir los dictados de la Santa Madre Iglesia se iban agolpando en su mente.

- No, no, vos... - acertó a balbucear.

- Monseigneur ne será pas content quand je lui dirais que vous vouliez me tuer - continuó el aragonés, las caras cada vez más próximas, mientras una sonrisa torva se dibujaba en el rostro del de Azogue. Esa sonrisa, la misma que se dibujara años atrás en La Rochelle. El francés tragó saliva. Ahora no tenía dudas, ya sabía frente a quien estaba. Y no podía más que rezar. Intentó una estratagema par ganar tiempo.

- Pero vos sabéis que nunca atentaría contra vuestra vida, ni yo ni aquel a quien sirvo. - al ver el silencio en el rostro del de Azogue, el francés se envalentonó un poco - ¿es qué ya no recordáis que una vez servimos al mismo señor? - se permitió una breve sonrisa, que se le heló en la cara cuando el frío acero de una daga le acarició el gaznate.

- El señor Garcés es un hombre de acción, y no entiende tanta palabrería. El piensa que estoy perdiendo el tiempo con vos - habló Martín mientras Garcés paseaba el dorso de su daga por la barbilla del aterrorizado francés. - pero yo aun confío en que llegaremos a entendernos, ¿verdad Bertrand? - al decir su nombre Azogue suavizó el gesto.

- Don Martín, en Francia pensábamos que habíais pasado a las Indias. Si hubiésemos sabido de vuestra estancia en Madrid quizá... - Bertrand no pudo acabar su frase porque sintió un leve corte cerca de su oreja izquierda, seguido de un dolor inimaginable cuando Garcés tiró del lóbulo que acababa de cortar. Un chorro de sangre manó de la herida mientras el feroz personaje jugaba despreocupado con el cacho de oreja. Al momento, abstraido, lo lanzó al fondo de la sala, donde un murmullo de rápidos pasos indicó que ya era pasto de las ratas.

Martín se acercó aun más al francés, que yacía con el rostro desencajado de dolor. Arrimando sus labios a la oreja sana, le dijo en un susurro.

- Laissez des histoires et parlez d´une fois.- el tono átono del Carnicero de La Rochelle le invitaba a dejarse de mañas. Bertrand comenzó a relatar desde cuando estaba en Madrid, su relación con Bocanegra, y lo más importante, en que grado estaba involucrada la Garduña y el Cardenal Francés. El odio de Richelieur por Olivares y los Austrias, el afán de colocar a algun delfín Borbónico en el trono hispano y así poder controlar los destinos de los dos grandes colosos europeos le había llevado a diseñar una red de maleantes que sembrara el descontento entre los nobles y el pueblo llano español. Y Bocanegra con su afán inquisitorial le había servido perfectamente, convenientemente guiado por su secretario de confianza, Bertrand d'Aloirs.

Y allí, en un oscuro sótano de quien sabe que lóbrega casa madrileña Bertrand d'Aloirs esperaba que lo que le había contado a Martín de Azogue, el otrora Capitán de la Guardia Personal del Cardenal en las guerras de Religión francesas, conocido en Paris por el mal nombre del Carnicero de La Rochelle, le sirviera para alargar un poco más su tiempo entre los vivos.

El aragonés sonrió mientras comenzaba a acercarse a la salida del sótano. Al llegar al quicio de la puerta, se giró y le dijo:

- Très bien, ainsi me plais, que vous collaborez.

Bertrand suspiró mientras reunía valor para formular la siguiente pregunta.

- ¿Qué vas a hacer ahora? No puedo volver con Fray Emilo, mi pellejo no valdrá nada en cuanto salga de acá. Si no puedo llegar a Francia soy hombre muerto-

Martín volvió sobre sus pasos. Se mesó el mostacho mientras pensaba en las últimas palabras que había dicho el francés. Miró a Bertrand con una sonrisa mezcla de cansancio y compasión, sonrisa que heló la sangre del francés, porque era la misma que tantas veces le viera frente a un calvinista en su patria. Súbitamente el aragonés sacó a relucir su daga y de un limpio tajo cortó el cuello del secretario del Cardenal. Garcés soltó la presión de sus zarpas y el cuerpo del francés cayo al suelo. El señor Garcés soltó una carcajada y mientras escupía en el charco de sangre que manaba del corte dijo

- Qu´il repose en paix.




Al día siguiente en las gradas de San Felipe no se hablaba más que del último crimen cometido en la Corte. Ni más ni menos que un fraile francés, o mejor dicho, la cabeza de este, había aparecido empalada en la verja de la casa del embajador francés.

Arbante miraba fríamente primero al napolitano, después al aragonés. Este asunto se estaba saliendo de madre. Al fin Martín sonrió y les dijo,

- Puede que estemos más cerca de nuestro fin de lo que pensamos -

- Seguramente - responde distraída Arbante, que ahora mira al frente con el semblante serio, la diestra apoyada en el pomo de su espada. La noche no ha sido buena, y se nota en su cara. Parece que su mirada vaga perdida. Pero está fija en dos embozados situados en frente de San Felipe. Viejos conocidos que no han dejado de mirar a los amigos.

- ¿Dónde está nuestro poeta? - pregunta Boromiro.

- En palacio, al seguro - responde.

La mañana anterior, Arbante se despidió del poeta, dejándole en compañía del conde de Vistalegre, viejo conocido de ella que mira con malos ojos cada vez que se ven en recuerdo de cierta cicatriz que, por encargo le hizo tiempo atrás. Requerían la presencia del poeta en Palacio, parecía que la buena estrella de Quevedo volvía a brillar.

La tarde no había sido mejor en encuentros, al regresar a la Posada del Dragón, halló esperándola a su hermano, acompañado de un par de hombres de su servicio.

La garduña no había tardado en tocar su punto débil, y allí, se hallaba su hermano, reprochándole que no hubiera pensado en la familia antes de meterse a manejar la espada. Preguntole que por que no había escogido el camino del convento, como hubiera debido hacer, o por que no había dejado las armas cuando volvió de Flandes. Nunca quiso entender que no había hecho si no obedecer a su padre.

Ingresar en un convento, llenos como estaban en la época del cuarto Felipe de novicias sin vocación obligadas por cuestiones de honor o por simple ignorancia a abrazar un camino que no era el deseado, ella, que sólo reconocía a Dios para blasfemar en buen castellano. Siendo muy niña se había dado cuenta de que Dios y ella no se iban a llevar muy bien. Y lo cierto es que nunca se habían llevado. Ya arreglaría sus cuentas con el diablo cuando tocara.

La otra opción que tenía, si hubiera dejado las armas, era la de convertirse en puta y después de haber visto la vida que llevaban las que en Flandes se hallaban siguiendo a los soldados, no era cuestión de ponerse a considerarlo.

Hubo agrias palabras entre los hermanos, aquel le recordó quien era y ella le recordó lo que le debía. Palabras que subieron de tono y acabaron con uno de los sirvientes dejándose acuchillar muy lindamente por querer ayudar a su señor, intentando mandarla, antes de tiempo, al infierno. Despidieronse los hermanos con promesa de espada si volvían a verse alguna vez.

El vino corrió esa noche, larga y amarga. Demasiado larga y demasiado amarga.

- Será mejor que nos vayamos, este no es un buen sitio para hablar - dijo sin apartar la vista de los jaques

Bajando de las gradas de San Felipe se dirigieron hacia la calle de la Paz. Los jaques siguieron con la mirada y después con el acto la acción de los amigos.

La vista de Arbante no deja de seguir a los jaques. Y al doblar la esquina de la calle suelta el fiador de su capa y retirándosela de los hombros la enrolla en la mano diestra mientras con la zurda desenvaina la espada. Antes de que los compañeros se hayan dado cuenta de que pasa, lanza la capa sobre el jaque que tiene a su derecha y atraviesa limpiamente el cuello del de la izquierda que no ha podido reaccionar.

Atónitos los dos hombres contemplan como la mujer, sin mediar palabra ha sacado su acero y lo maneja muy a gusto del diablo. Sienten el impulso de actuar, pero se contienen, pues saben que algo se puede escapar.

El rufián ya desembarazado de la capa saca espada y daga e intenta herir de costado, pero ella, preparada, mantiene en la zurda la espada y aparece en su diestra la daga. No es muy normal vérselas con un espada zurdo,y ella lo es. Y eso le da ventaja. Para una estocada con la vizcaína y después mueve la espada hiriendo en el muslo al adversario. Aúlla este de dolor, pero se rehace. Es gente del oficio, se nota, no va a perder la vida de balde y, si puede, no irá solo acompañado de su amigo al infierno. Traba con su espada la de Arbante y, moviendo la mano de la daga corta el brazo derecho de ella. Pero eso ha sido un error, pues mientras movía la mano ha soltado su espada y muy lindamente le clava dos palmos en el pecho que lo envían sin posibilidad de confesión a rendir cuentas junto a su amigo.

Antes de que lleguen los corchetes, recoge metódica y fría su capa. Sin hacer caso de su brazo que ha empezado a sangrar, pasa al lado de los amigos y les hace una seña para que la sigan: es el momento de largarse de allí.

No hablan durante el camino, saben que no es el momento. Llegan a la Posada del Dragón. Se despojan de capa y chapeo y de sus armas, se sientan en una mesa y pide vino al posadero. Este deja sobre la mesa una jarra y tres pocillos de muy malas maneras. Va a decir algo, pero se encuentra con los ojos fríos de la mujer y contempla la herida del brazo y no dice nada.

- ¿Quiénes eran? - pregunta Azogue después de servir el vino.

- Alguien que estaba donde no debía cuando no debía - le responde Arbante, mientras saca un trozo de lienzo para vendar su brazo.

- ¿Tenías que hacerlo? - vuelve a preguntar.

- No habéis salido tan mal parados.

- ¿Qué quieres decir? - preguntan ambos con sorpresa.

- Que eran ellos o vosotros. ¿Creéis que soy tonta y no me he dado cuenta de vuestras heridas? - ambos la miraron extrañados - Sólo peleando entre vosotros pudisteis hacéroslas. Habéis vuelto a pelear por lo mismo, otra vez. Martín - dijo volviéndose a éste- sabes que te quiero como ha un padre, pero no lo eres. En cuanto a ti, Giusseppe, - dijo mirando a Boromiro - compartes mi cama, pero no has sido el primero y nunca creí, ni nunca esperé que fueras el último. Sois mis amigos, sabéis que daría mi vida por vosotros, pero mis decisiones las tomo yo. La próxima vez, no habrá sustitutos - dijo sin mirarlos en algo que pareció más un latigazo que una voz.

Azogue mira a la mujer. Demasiado conoce esas reacciones, demasiado parecidas a su propio caracter, demasiado iguales los dos amigos. Sin embargo, sabía que tenía razón. No tenían derecho a decidir por ella.

Boromiro contempla el vino, demasiada amenaza para no tenerla en cuenta, sabe que es real y que si antes se han librado de las estocadas es solo por el afecto y la amistad que los une. Nunca creyó que ella fuera capaz de decirlo en voz alta. Lo sabía pero no creía que fuera capaz. Iba a decir algo, pero en ese momento, los corchetes con el alguacil Saldaña a la cabeza entraron en la posada y se dirigieron a ellos:

- Fácil me lo ponéis, Arbante - dijo.

- Es que sabemos de la clase de vuestros actos, señor alguacil - responde con sorna el aludido.

- Tengo orden de llevaros a ver a alguien, a los tres, pero no descuidéis, la vida da muchas vueltas y tiempo habrá de haceros tragar vuestras palabras - replicó.

- ¿Y si no queremos ir? - pregunta.

- Ese alguien me dijo que os mostrara esto, por si acaso - dijo sacando de debajo del coleto una aplastada flor de azalea.

Arbante la miró, después miró a sus compañeros, el final estaba cerca, el valido quería verlos.

- Os acompañaremos - dijo levantándose y requiriendo capa y chapeo.