martes, 20 de abril de 2010
XXII
jueves, 28 de enero de 2010
XXI
jueves, 24 de septiembre de 2009
XX
Gregal. Bon vent i barca nova, suelen decir los marinos del Reyno a los que, como ellos, se aventuran en la mar sin un atisbo de esperanza en el regreso. Y soplaba gregal, que los impulsaba ráudos a su destino. Día y medio hacía que partieran desde València, ciudad madre y madrastra que tanto le diera y más le arrebatara. Otros tiempos, tiempos mejores, sin duda.
- Vaya Don Martín, se diría que habéis pasado toda la vida sobre maderos. – la voz raspada y dura de Enrique Guzmán, capitán de “La Intrépida” vuela sobre el estrépito de órdenes, crujidos y chasquidos que su nave emite. Los trapos henchidos con el viento hacen que la galera sea prácticamente invencible y eso le da al vasco para esbozar una media sonrisa, sin alardes.
- Más de la que me hubiera gustado Maese Enrique – sonríe alegre el aragonés mientras pasa su vista sobre la borda de la magnífica nao. Algunas horas antes el semblante del de Azogue, como el de sus dos amigos, no era tan halagüeño, mientras plantados en cubierta y ajenos a todos los movimientos de la galera que milla a milla dejaba atrás la costa valenciana pensaban en el devenir y en si lograrían ver la luz de un nuevo sol. – En según qué naves con más fortuna que en otras, como podréis suponer.
Don Enrique Guzmán asiente grave mientras se mesa los bigotes - el tiempo que pasé bajo las órdenes de vuestro abuelo fueron los mejores, Don Martín. No hay nada como acometer en un esquife al cetáceo, nunca hay dos ocasiones iguales, y quien sale con bien de ello puede decir que es un hombre de verdad. – la expresión del viejo capitán parece ensoñar otros mares orlados de blanca espuma y brocados de altas olas.
El de Azogue sonríe mientras piensa en las vueltas que da la vida. Y las que puede dar, tal y como se preparan los acontecimientos…
Al poco de navegar por el Mediterráneo Boromiro se acercó por la sinuosa balaustrada del castillo de popa hasta donde Martín y Arbante se encontraban, oteando el horizonte, inquietos. Algo en la nao no les acababa de gustar y se mantenían tensos, en guardia.
- Vosotros también lo notáis, ¿verdad? – el acento inconfundible a la vez que irreconocible del italiano los sacó de su particular trance. Los otros asienten mudos mientras las miradas no cesan de volar de la cubierta a las bodegas.
- Demasiado fácil lo pinta el de Olivares – Martín rezonga mientras clava sus ojos grises en la mayor, henchida de buen viento.
- ¿Piensas en una celada en destino, Martín? – Dunia sabe que el instinto del aragonés es más certero que cualquier oráculo de la antigüedad.
- Esto es una cascarón que puede estar lleno de gusanos, y quién sabe si en realidad existe un primo en el Rosselló o por ventura el valido aprovecha el peligro de la mar para deshacerse de tres moscones molestos. – Boromiro sonríe torvo, divertido quizá mientras acaricia la cazoleta de su acero.
La conversación de los amigos se interrumpe brusca cuando Don Enrique Guzmán se acerca, indiferente, y sin detenerse con ellos masculla algo cerca del de Azogue:
- Apezak hobeto!.
Don Martín de Azogue y Galarraga sonríe de medio lado, el ceño fruncido mientras mirando a sus camaradas espeta:
- Razón tenéis Guisseppe, al pensar en gusanos. Pero tranquilo, no hay tantos como para preocuparnos. El capitán Guzmán me contó que tres días antes de nuestra llegada recibieron a bordo una docena y media de galeotes procedentes de las cárceles de la Inquisición. Aunque el cupo de remeros estaba completo, las órdenes fueron tajantes; los galeotes tienen que embarcar. La noche antes de hacernos a la mar alguien pagó muy bien al segundo para que hiciera la vista gorda a que ciertos galeotes llevaran las argollas algo más flojas que los demás. Lo que no contaban era con la lealtad de los hombres para con su capitán, y eso es algo que nos beneficia.
- ¿Podemos confiar en el vascón? – Dunia parece inquieta mientras escucha la historia y no ceja de lanzar torvas miradas hacia el puente, donde los marinos siguen el rumbo gracias a las primeras estrellas.
- Confías en mí, y eso debe bastarte – Martín no sonríe al decir esto - Los balleneros son un gremio muy cerrado, y saben reconocerse según ciertos secretos. Sin duda, el saludo de los Galarraga a mi me basta, y debería bastarte.
Arbante y Boromiro asienten sin mirarse. Pocas veces se dio que el de Azogue tomara decisiones en vano. Mientras, el aragonés prosigue - Esta noche, si a vuestras mercedes les place, sanearemos el cascarón aplicando brea y pez a los agujeros, y a los gusanos les echaremos azufre, para asfixiarlos. El contramaestre Arruabarrena tiene órdenes de contener a los demás galeotes. Y como ya os expliqué, si no nos damos maña en hacerlo puede que consigamos ver el sol mañana.
La limpieza fue más fácil de lo esperado, los hombres de Arruabarrena tenían separados del resto a los truhanes, que si bien sospechaban de la celada no pensaron en que los tres amigos les cayeran por sorpresa y así no lograron mostrar el acero. Reducidos en cubierta, poco tardaron en largar quienes eran los que pagaban su hazaña. La oscura fuerza eclesiástica seguía moviendo sus garras a la par que el de Olivares y ello les demostró que la misión era algo más que hacer de vulgar cartero. El plan finalizaba en cuanto hollaran las playas del Rosellón, ya que serían presos por la guardia del Cardenal, que permanecía alerta desde hacía varios días.
Entre el tumulto de voces y juramentos la imperiosa voz del capitán Guzmán se volvió a alzar, acallando el ruido hasta tornarlo en murmullo.
- Y ahora, ¿qué hacemos? Mal que me pese Don Martín, no puedo levantarme contra mi Señor el Rey. Debo llegar a Génova en el plazo estipulado.
- Deberíamos tomar caminos diferentes, y a fe que si estuviéramos en tierra volveríamos grupas deseando volver a encontrarnos en cualquier posada. Pero en medio de la mar, pocas salidas nos quedan. – se cruzan graves las miradas de ambos, mientras el de Arbante asiente lentamente.
- Si me permitis – la voz de Boromiro se eleva en medio de la conversación – quizá tengamos algo de suerte. De cierto me precio de conocer bastante bien las aguas de nuestro mar, ya que si bien no llegué a enfrentarme con los fabulosos cetáceos allá en la Terranova, bien he podido saborear otros triunfos a bordo de raudos bajeles. Y sé que cerca de estas costas, como vos conoceréis se encuentra la Columbreta, ¿Por ventura habéis estado en dicho enclave maese Guzmán?
- ¡Arrayua muchacho! – el vasco muda la color y sus facciones se endurecen. Quizá en una taberna a orillas del mar estaría cerca de darle un par de capirotazos tan sólo por insinuar aquello, pero allí todos estaban arrimando el hombro, aunque de extrañas maneras- Tan sólo se puede conocer la Columbreta de una forma, y nada honesta si me permitís decirlo. Y antes de que os ofusquéis e intentéis mostrarme cuán bien domináis el acero- el italiano calmó su primer nervio- os diré que si, sé donde se encuentran, y sin tener que desviarnos en demasía podemos alcanzarla antes de que amanezca. Pero no puedo arriesgar mi barco y mis hombres en un combate que ciertamente podría perder.
- No os puedo pedir que confiéis en mi capitán, pero sé que Don Martín si lo hará. – sonríe torvo el italiano mientras vuelve a reposar su mano enguantada en la cadera, no muy lejos del frío acero.
- Pide lo que necesites Giussepe. Yo respondo tanto de ti como de Arbante ante la tripulación. – el vasco acepta la garantía dada por Azogue. - Al amanecer entraremos en la Columbreta.
Ahora tan sólo necesito un espejo no muy grande. Y suerte, para que no amanezca nublado. – ríe el italiano mientras la noche cae sobre la galera.
La maniobra fue más sencilla de lo que pensaban. Tal y como Giuseppe esperaba, dentro de la caldera del antiguo volcán medio sumergido dos bajeles fondeaban esperando el momento de lanzarse sobre la costa valenciana. La isla, parte de un pequeño archipiélago volcánico no disponía de agua ni de víveres, por lo que nunca llegó a interesar a nadie más que a los berberiscos. El corso tenía esa base desde hacía mucho tiempo y Giuseppe lo sabía, aunque no dijera como. También recordaba el viejo lenguaje de destellos, que le valió el poder embarcar en uno de los barcos berberiscos.
Tras varias horas de espera con la Intrépida artillada y dispuesta, el italiano volvió a la galera. Sonreía, pícaro mientras les explicó a los otros el trato al que había llegado con los corsarios. Un bajel los acercaría hasta Francia y a cambio, una nadería, docena y media de esclavos de buena clase para los mercados africanos. Aun podía ver el brillo en los ojos del capitán kabilio cuando estrecharan la mano…
Cuando la galera se perdió en el horizonte, los tres compañeros respiraron levemente. El bajel berberisco llevaba otro rumbo, no muy diferente al cabo. Si Olivares quería que fueran a Francia, irían, no faltaba más.
Tras varios días de buena mar el bajel izó bandera y, dejando atrás la Isla de If, comenzó a embocaba el Vieux Port de la antigua Focea. Marsella les esperaba.